Patagonia Express (capítulo cero)

Mi viaje a la Patagonia comenzó como tantas cosas, sin yo darme cuenta, años antes de si quiera empezar a planificarlo.

Todo comenzó en el estudio de mis padres, buceando las estanterías en busca del doblón en el cofre del tesoro de los libros por leer. Y allí me estaba esperando, en letras blancas sobre fondo negro, Patagonia Express de Luis Sepúlveda. Leo la contraportada (militancia política… ácrata jubilado… cárcel… exilio…marineros vagabundos… profesores puteros…), parece interesante, abro la primera página y… vale, me lo llevo.

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Patagonia Express es una novela maravillosa, un libro de viajes con una prosa directa, honesta y verdadera, sin lirismos rebuscados (en los que yo caigo una y otra vez), de esas historias que disfrutas del tirón y no quieres que finalicen nunca. Por eso, cuando la terminé se la pasé a Chechu (mi librero particular) como un gran descubrimiento y en el apretón de manos que conlleva implícito el paso de un libro de mano en mano, la firme promesa de hacer, emulando al protagonista, algún día, un viaje juntos a la Patagonia.

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En algún salón lleno de humo, el Teclas se nos unió a la expedición, y en un impoluto despacho despojado de polvo y emociones, Chechu se bajó del barco.

Nos quedamos pues yo y mi exmarido con el horizonte lleno de ilusiones y el aleteo de la imaginación ventilando nuestras noches y enredándome el estómago cada vez que nos juntábamos y, a través de las chiribitas de mis párpados a media asta, me topaba con la determinación y el incombustible impulso de los ojos del Teclas que me retaban una y otra vez, que sí, que venga, que vámonos.

Yo finalizaba contrato y estaba preparándome para hacer un cambio de rumbo hacia una nueva etapa vital y laboral. No tuve ningún reparo en postponer unos meses mis planes de mudanza y búsqueda de empleo. El Teclas lo tenía algo más jodido, tuvo que ir subiendo plantas en la oficina de la multinacional en la que trabajaba para reunirse con su jefe, y con el jefe de su jefe, y con el jefe de éste hasta que dió con la corbata que le podía aprobar un mes sabático, sin empleo y sueldo.

– ¿Y para qué necesitas este mes?

– Para irme de viaje a la Patagonia con un amigo.

– Ah, bueno, entonces sí.

Éste es mi Teclas!

Fueron dos meses, con la vida en la mochila, visitando Buenos Aires e Iguazú y luego recorriendo la Patagonia desde Tierra de Fuego en autobús, barco, furgonetas, coches, bicicletas, caballos, atravesando fronteras, lagos, mares, glaciares, islas, ríos, montañas, volcanes… con la cruz del sur sobre nuestras nucas hasta Horcón, punto más septentrional de nuestro periplo. No llegamos, como teníamos pensado en un principio, al desierto de Atacama. Siempre hay que dejar algo para tener que volver.

Durante aquel viaje escribí un diario de viaje que, salvo el Teclas nadie ha leído hasta hoy. Este diario junto con unos cuantos y extensos correos electrónicos que fui mandando a mi gente para ir compartiendo con ellos mi aventura, hacen un relato bastante fiel de aquellos días donde por primera y única vez en mi vida me he sentido viajero, más allá de turista.

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Ya he roto el hielo con el primer capítulo, muy probablemente no será el último.

Cuando se abre un libro, comienza un viaje. Algunos, como éste, no incluyen billete de vuelta.

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